domingo, 18 de octubre de 2009

Día de la Hispanidad



El 12 de octubre se celebró el Día de la Hispanidad y fui a ver el desfile militar. No me gustan nada las armas, me considero pacifista y odio los tíos vestidos de uniforme, pero me encanta todo lo que vuela: el dinero, los pájaros y los aviones. Los espectadores se distribuían como hormigas en formación a lo largo del recorrido, ondeando banderitas patrióticas, subidos a las vallas y a los quioscos, y dándose codazos para lograr ver alguna cosa por encima de tantas cabezas. Entre el gentío, de puntillas y pisoteando un bonito césped que cuando termine el desfile seguramente ya no será tan bonito, conseguí de lejos ver unos soldados muy elegantes que vestían con chaquetas azules. Qué monos, pensé. Van muy a la moda. Ese es el color que se lleva este invierno. A mi lado un hombre dijo en voz alta.
—Gorras blancas, de la Marina.
Claro, me dije. Ya decía yo que tenían un aire a Richard Gere en la película Oficial y Caballero. Empezaba a aburrirme cuando el zumbido de un avión cruzó de sur a norte la Castellana. Menos mal, ya se anima la cosa. Le siguieron un grupo de avionetas que dejaron escapar un torrente de humo de colores desde su cola y formaron en el cielo la bandera española. ¡Bien! Más caña, más caña, pedía yo. Poco después cuatro aviones más sobrevolaron el cielo de Madrid, pero eran aviones mucho más grandes que los anteriores y volaban más despacio. Un hombre por delante de mí le explicaba la razón a su hijo de cinco años.
—Estos son de avistamiento.
Ajá, ahora lo entiendo, porque si volaran más deprisa no les daría tiempo a ver nada. Varios aviones y algún que otro helicóptero siguieron apareciendo, pero, para mi sorpresa, lo único que hacían era volar. ¿Pero es que no viene la Patrulla Águila para hacer una exhibición?, estuve tentada de preguntarle al de mi izquierda. Treinta minutos después estaba cansada de ver tanques, vehículos militares e hileras de soldaditos firmes y con la mano derecha formando una escuadra, así que decidí dar una vuelta. Al regresar a la acera vi a tres hombres vestidos con unos trajes de camuflaje de color gris. Parecían el mismo repetido, todos igualitos y con el pelo recién cortado. Me hizo gracia que, cuando el primero de ellos pasó por delante de mí, me fijé que llevaba su nombre escrito en la solapa de la camisa. Benjamín, podía leerse. Qué curioso, como a los niños pequeños, le han puesto su nombre en el babi.
Cuando iba a acceder al metro en Nuevos Ministerios, me di cuenta de que el centro comercial estaba abierto y entré: al fin y al cabo el dinero es lo que más rápido vuela.

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